Una de las barreras más contundentes que han enfrentado las personas con discapacidad a lo largo de la historia, y que, de hecho, ha contribuido a perpetuar la percepción cultural de minusvalía, se encuentra en las figuras jurídicas de sustitución de la voluntad, como la interdicción. El derecho, de este modo, contribuyó a mantener un estado de cosas estigmatizador y discriminador que por siglos ha permeado la percepción social y cultural de la discapacidad. Este tipo de herramientas jurídicas parten de la idea de que las personas con discapacidad son incapaces de manifestar su voluntad sin ponerse en riesgo y poner en riesgo a los demás. Se asume que sus decisiones siempre serán equivocadas y que los terceros podrán tomarlas mejor que ellas en su nombre; así, en aras de la supuesta protección de la persona y del tráfico y la seguridad jurídica, se estima que la mejor manera de manejar las discapacidades es a través de esas figuras sustitutivas de la voluntad.
La capacidad jurídica es la facultad que permite a las personas ser sujetos de derechos y obligaciones y tomar decisiones con efectos jurídicos. La negación de esa capacidad a las personas con discapacidad por el solo hecho de tenerla, constituye discriminación y una violación clara a los derechos a la igualdad y a la dignidad humanas. El artículo 12 de la Convención es la respuesta que el derecho internacional le dio a esta situación y se constituye en el punto de partida de un cambio de paradigma que tiene como propósito final, permitir la participación real y permanente de las personas con discapacidad en el devenir de la sociedad. Desagregar los numerales que componen la norma, a la luz de la Observación No. 1 del Comité de los Derechos de las Personas con Discapacidad, permite entender lo que significa esa transformación.